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7 de mayo de 2008

El cristiano debe ser «otro Cristo» y «otro Paráclito»

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Predicador del Papa: El cristiano debe ser «otro Cristo» y «otro Paráclito»

Comentario del padre Cantalamessa a la liturgia del próximo domingo

ROMA, viernes, 25 abril 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap. --predicador de la Casa Pontificia-- a la Liturgia de la Palabra del próximo domingo, VI de Pascua


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VI Domingo de Pascua


Hechos 8,5-8.14-17; 1 Pedro 3,15-18; Juan 14, 15-21
Ser paráclitos

En el Evangelio Jesús habla del Espíritu Santo a los discípulos con el término «Paráclito», que significa consolador, o defensor, o las dos cosas a la vez. En el Antiguo Testamento, Dios es el gran consolador de su pueblo. Este «Dios de la consolación» (Rm 15,4) se ha «encarnado» en Jesucristo, quien se define de hecho como el primer consolador o Paráclito (Jn 14,15). El Espíritu Santo, siendo aquel que continúa la obra de Cristo y que lleva a cumplimento las obras comunes de la Trinidad, no podía dejar de definirse, también Él, Consolador, «el Consolador que estará con vosotros para siempre», como le define Jesús. La Iglesia entera, después de la Pascua, tuvo una experiencia viva y fuerte del Espíritu como consolador, defensor, aliado, en las dificultades externas e internas, en las persecuciones, en los procesos, en la vida de cada día. En Hechos de los Apóstoles leemos: «La Iglesia se edificaba y progresaba en el temor del Señor y estaba llena de la consolación (¡paráclesis!) del Espíritu Santo» (9,31).

Debemos ahora sacar de ello una consecuencia práctica para la vida. ¡Tenemos que convertirnos nosotros mismos en paráclitos! Si bien es cierto el cristiano debe ser «otro Cristo», es igualmente cierto que debe ser «otro Paráclito». El Espíritu Santo no sólo nos consuela, sino que nos hace capaces de consolar a los demás. La consolación verdadera viene de Dios, que es el «Padre de toda consolación». Viene sobre quien está en la aflicción; pero no se detiene en él; su objetivo último se alcanza cuando quien ha experimentado la consolación se sirve de ella para consolar a su vez al prójimo, con la misma consolación con la que él ha sido consolado por Dios. No se conforma con repetir estériles palabras de circunstancia que dejan las cosas igual («¡Ánimo, no te desalientes; verás que todo sale bien!»), sino transmitiendo el auténtico «consuelo que dan las Escrituras», capaz de «mantener viva nuestra esperanza» (Rm 15,4). Así se explican los milagros que una sencilla palabra o un gesto, en clima de oración, son capaces de obrar a la cabecera de un enfermo. ¡Es Dios quien está consolando a esa persona a través de ti!

En cierto sentido, el Espíritu Santo nos necesita para ser Paráclito. Él quiere consolar, defender, exhortar; pero no tiene boca, manos, ojos para «dar cuerpo» a su consuelo. O mejor, tiene nuestras manos, nuestros ojos, nuestra boca. La frase del Apóstol a los cristianos de Tesalónica: «Confortaos mutuamente» (1Ts 5,11), literalmente se debería traducir: «sed paráclitos los unos de los otros». Si la consolación que recibimos del Espíritu no pasa de nosotros a los demás, si queremos retenerla egoístamente para nosotros, pronto se corrompe. De ahí el porqué de una bella oración atribuida a San Francisco de Asís, que dice: «Que no busque tanto ser consolado como consolar, ser comprendido como comprender, ser amado como amar...».

A la luz de lo que he dicho, no es difícil descubrir que existen hoy, a nuestro alrededor, paráclitos. Son aquellos que se inclinan sobre los enfermos terminales, sobre los enfermos de Sida, quienes se preocupan de aliviar la soledad de los ancianos, los voluntarios que dedican su tiempo a las visitas en los hospitales. Los que se dedican a los niños víctimas de abuso de todo tipo, dentro y fuera de casa. Terminamos esta reflexión con los primeros versos de la Secuencia de Pentecostés, en la que el Espíritu Santo es invocado como el «consolador perfecto»:

«Ven, Padre de los pobres; ven, Dador de gracias, ven, luz de los corazones.
Consolador perfecto, dulce huésped del alma, dulcísimo alivio.
Descanso en la fatiga, brisa en el estío, consuelo en el llanto».

[Traducción del original italiano por Marta Lago]

LA REGLA DE ORO

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La «Regla de Oro», síntesis del comportamiento del discípulo de Cristo
Comentario del padre Raniero Cantalamessa –predicador de la Casa Pontificia– a las lecturas de la liturgia de la Misa del VII Domingo del Tiempo Ordinario [C] I Samuel 26, 2.7-9.12-13.22-23; I Corintios 15, 45-49; Lucas 6, 27-38.


ROMA, viernes, 6 enero 2006 (ZENIT.org).


Un himno de silencio. meditaciones sobre el Padre (2ª ed.)
Raniero Cantalamessa

La fuerza de la Cruz (5ª ed.
Raniero Cantalamessa

Esto es mi cuerpo: la Eucaristía a la luz del Adoro Devote y del Ave Verum
Raniero Cantalamessa



No juzguéis

El Evangelio de este domingo contiene una especie de código moral que debe caracterizar la vida del discípulo de Cristo. Todo se resume en la llamada «regla de oro» de la actuación moral: «Lo que queréis que los hombres os hagan a vosotros, también vosotros hacédselo a ellos». Esta regla, si se pone en práctica, bastaría por sí sola para cambiar el rostro de la familia de la sociedad en la que vivimos. El Antiguo Testamento la conocía en la forma negativa: «No hagas a nadie lo que no quieras que te hagan» (Tb 4, 15); Jesús la propone en forma positiva: «Tratad a los demás como queréis que ellos os traten», que es mucho más exigente.

Pero del pasaje del Evangelio brotan también interrogantes. «Al que te pegue en la mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames...». ¿Jesús manda por lo tanto a sus discípulos que no se opongan al mal, que dejen la mano libre a los violentos? ¿Cómo se concilia esto con la exigencia de combatir la prepotencia y el crimen, de denunciarlo con energía, incluso corriendo riesgos? ¿Cómo lo situamos con la «tolerancia cero», hoy invocada desde muchas partes ante la difusión de la micro criminalidad?

El Evangelio no sólo no condena esta exigencia de legalidad, sino que la refuerza. Hay situaciones en que la caridad no exige poner la otra mejilla, sino ir directamente a la policía y denunciar el hecho. La regla de oro que vale para todos los casos, hemos oído, es hacer a los demás aquello que se querría que se le hiciera a uno. Si tú, por ejemplo, eres víctima de un robo, de un tirón, de un chantaje, si alguien te ha chocado y te ha destrozado el coche, estarías ciertamente contento si quien ha visto los hechos estuviera dispuesto a testimoniar en tu favor. El Evangelio te dice que esto es lo que también tú debes hacer a los demás, sin atrincherarte tras el habitual: «No he visto nada, no sé nada». El crimen prospera sobre el miedo y el silencio.

Pero tomemos las palabras en cierto sentido más peligrosas del Evangelio del domingo: «No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados». ¿Entonces luz verde a la impunidad? ¿Y qué decir de los magistrados que juzgan a tiempo completo, por profesión? ¿Están condenados de partida por el Evangelio? El Evangelio no es tan ingenuo e irrealista como podría parecer a primera vista. ¡No nos ordena tanto que suprimamos el juicio de nuestra vida, sino suprimir el veneno de nuestro juicio! Esto es, esa parte de hastío, de rechazo, de venganza que se mezcla frecuentemente con la objetiva valoración del hecho. El mandamiento de Jesús: «No juzguéis y no seréis juzgados» es seguido inmediatamente, hemos visto, del mandamiento: «No condenéis y no seréis condenados» (Lc 6, 37). La segunda frase sirve para explicar el sentido de la primera.

Son los juicios «despiadados», sin misericordia, los que están prohibidos por la palabra de Dios; aquellos que, junto con el pecado, condenan sin apelación también al pecador. Justamente la conciencia del mundo civil rechaza hoy, casi unánimemente, la pena de muerte. En ella, de hecho, el aspecto de la venganza por parte de la sociedad y de aniquilamiento del reo prevalece sobre el de la autodefensa y la disuasión del crimen, que podrían obtenerse de forma no menos eficaz con otros tipos de pena. Entre otras cosas, en estos casos se mata a veces a una persona completamente diferente de la que cometió el crimen, porque entretanto se ha arrepentido y ha cambiado radicalmente.

Eucaristía, y pobres, inseparables

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Eucaristía, y pobres, inseparables

Por monseñor Felipe Arizmendi Esquivel


SAN CRISTOBAL DE LAS CASASCIUDAD DEL VATICANO, sábado, 3 mayo 2008 (ZENIT.org-El Observador).- Durante este fin de semana se está celebrando en la ciudad de Morelia, el IV Congreso Eucarístico Nacional Mexicano, como preparación para el Congreso Eucarístico Internacional que se celebrará en la ciudad de Québec, el próximo mes de junio.

Por tal motivo, el obispo de la diócesis de San Cristobal de las Casas, monseñor Felipe Arizmendi Esquivel, ha derivado su reflexión sobre este Congreso y, al mismo tiempo, ha recordado que el amor a los pobres tiene que ver, directamente, con la frecuencia y el acercamiento a Jesús Eucaristía. A continuación, publicamos el texto completo.

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EUCARISTIA Y POBRES, INSEPARABLES

VER

Durante estos días, en Morelia se realizan un Simposio Teológico y el IV Congreso Eucarístico Nacional, con el lema: Jesucristo Eucaristía, don del Padre y vida para nuestras familias. Entre otras actividades, están programadas estas conferencias: La vivencia de la Eucaristía en la historia de México. La Eucaristía, don de Dios Padre. La Eucaristía, memorial de la Pascua de Jesús. La Eucaristía, fuente de vida en el Espíritu. La Eucaristía creída, vivida y celebrada. La Eucaristía y la familia. Desde luego estos eventos no nos deben alejar de la realidad que vive nuestro pueblo. No son un intimismo piadoso, una evasión irresponsable, un espiritualismo alienante. Al centrarnos en la donación amorosa de Jesús y contagiarnos de su presencia, la Eucaristía nos ha de proyectar hacia los pobres. De lo contrario, no hemos comprendido lo que implica ser auténticos discípulos de Jesús.

Hay personas que trabajan mucho por los marginados, se comprometen a fondo por ellos, desgastan la vida por su liberación, pero no dan mayor importancia a la Eucaristía, a la Misa diaria, a la comunión sacramental, a la oración ante el Santísimo Sacramento. Incluso hay quien no aprecia ni la Misa dominical, pudiendo participar en ella. Cuando se organizan eventos, pareciera que programar la Misa diariamente es una pérdida de tiempo, algo ajeno a la cultura, una espiritualidad pasada de moda y que nos aleja de la realidad; parecen no necesitar la Eucaristía; ellos son los redentores.

El Señor toma en cuenta lo que se haga por los que sufren, pero si la dimensión vertical no sostiene la horizontal de la cruz, ésta se cae y se pudre. Sin la fuerza de la Eucaristía, nos cansamos más de la cuenta, nos decepcionamos por los problemas institucionales, nos amargamos porque no podemos cambiar el sistema, nos derrumban las incomprensiones. Llega el momento en que algunos dejan todo, cambian de opción vocacional, se acomodan. Lo peor: hablan mucho de los pobres, pero viven de ellos, con buenos sueldos.

JUZGAR

Toda actitud excluyente, Eucaristía o pobres, revela una parcialidad que no corresponde al proyecto de Jesús. Ambos amores están profundamente entrelazados. La Eucaristía nos ha de llevar a amar preferencialmente a los pobres, al estilo de Jesús; pero lo que éstos más necesitan no es sólo el pan material, sino a Jesús, que es el pan de vida eterna.

¿De qué serviría que resolviéramos todas las necesidades de los indigentes, corporales y psicológicas, económicas y estructurales, si no les ofrecemos el alimento que da vida eterna? Jesús se preocupaba de multiplicar el pan, pero decía a la gente que no lo siguieran sólo por ese interés transitorio. Ofrece algo más: se da El mismo en alimento. Y los pobres que comprenden este tesoro, la presencia viva de Jesús en la Eucaristía, nos dan ejemplo de aprecio y veneración, porque lo experimentan como su libertador, su salvador y redentor, el que cambia su suerte, el que los acompaña en sus penas, dolores y enfermedades. Jesús no deja a su pueblo. Lo sostiene en su fe y en su esperanza, a pesar de nuestras inconsistencias personales y eclesiales. Nada se puede comparar con la Eucaristía.

ACTUAR

¿Quieres en verdad amar a los pobres? Acércate a Jesús Eucaristía, donde beberás el amor en su fuente, hasta convertirte en fuente de amor, que no se agota. Y que tu participación en la Eucaristía te impulse irremisiblemente a servir a los pobres, como Jesús, quien une la institución de la Eucaristía con el lavatorio de los pies.

Desconfía de una Eucaristía sin amor a los pobres; pero no empobrezcas más a los pobres privándoles del banquete de vida eterna, que es Jesús en la Eucaristía. Ambos amores son uno mismo, como dice el Papa: Hay una "inseparable relación entre amor a Dios y amor al prójimo. Ambos están tan estrechamente entrelazados, que la afirmación de amar a Dios es en realidad una mentira si el hombre se cierra al prójimo o incluso lo odia... El amor del prójimo es un camino para encontrar también a Dios, y cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios" (Deus caritas est, 16).

+ Felipe Arizmendi Esquivel
Obispo de San Cristóbal de Las Casas

El Rosario «trae paz y reconciliación»,

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El Rosario «trae paz y reconciliación», explica el Papa

Dijo el Papa al abrir el mes de la Virgen en Santa María la Mayor


ROMA, lunes, 5 mayo 2008 (ZENIT.org).- «El santo Rosario no es una práctica relegada al pasado» sino que es una oración que «trae paz y reconciliación», dijo Benedicto XVI al concluir la oración mariana que presidió el 3 de mayo en la basílica de Santa María la Mayor.

Fueron muchos los fieles que acudieron el primer sábado de mayo, mes tradicionalmente dedicado a María, para seguir esta antigua práctica de devoción mariana, dedicada en esta ocasión a la reflexión sobre los misterios gozosos: de la Anunciación a María al episodio de Jesús en el templo, sentado entre los doctores.

Con las notas del «Tu es Petrus» (Tu eres Pedro), el Papa hizo su entrada en la más antigua basílica mariana de Roma, erigida por Sixto III, cuya construcción está ligada al Concilio de Éfeso que en el año 431proclamó a María Theotòkos, Madre de Dios.

Antes de iniciar la oración del Rosario, el Santo Padre se detuvo a venerar en silencio el icono de Nuestra Señora, «Salus Populi Romani». La imagen que, según la tradición, fue pintada por el evangelista Lucas, y que actualmente se custodia en la Basílica, era en el pasado llevada en procesión por la población para dar gracias a la Madre de Jesús por la protección concedida durante calamidades naturales.

«En la experiencia de mi generación --dijo el Papa abandonándose a algunos recuerdos de la infancia--, las tardes de mayo evocan dulces recuerdos ligados a las citas vespertinas para rendir homenaje a Nuestra Señora».

Benedicto XVI se detuvo en la fuerza todavía viva de esta devoción mariana: «Hoy juntos confirmamos que el Santo Rosario no es una práctica relegada al pasado, como oración de otros tiempos en la que pensar con nostalgia».

«El Rosario está en cambio experimentando casi una nueva primavera --añadió--. Este es sin duda uno de los signos más elocuentes del amor que las jóvenes generaciones nutren por Jesús y por su Madre María».

«En el mundo actual tan dispersivo, esta oración ayuda a poner a Cristo en el centro, como hacía la Virgen, que meditaba interiormente todo aquellos que se decía de su Hijo, y lo que Él hacía y decía».

El Papa elevó una invocación a la Virgen a acoger la gracia que mana de los Misterios del Rosario «para que a través de nosotros pueda ‘irrigar' la sociedad, a partir de las relaciones cotidianas, y purificarla de tantas fuerzas negativas abriéndola a la novedad de Dios».

«En efecto -añadió--, el Rosario, cuando se reza de modo auténtico, no mecánico y superficial sino profundo, trae paz y reconciliación. Contienen en sí la potencia resanadora del Nombre santísimo de Jesús, invocado con fe y con amor en el centro de cada Avemaría».

De aquí la invitación del Papa a todos los fieles para que, durante el mes mariano, se sientan «cercanos y unidos en la oración», para formar, con la ayuda de Nuestra Señora, «un solo corazón y una sola alma».

Al final, Benedicto XVI se dirigió al nuevo alcalde de Roma Gianni Alemanno, acompañado de su esposa Isabella Rauti, dirigiéndole «el augurio de un fructífero servicio al bien de la ciudad».Alemanno, que apenas elegido alcalde había enviado un telegrama al Santo Padre, ha anunciado haber pedido ya una audiencia privada a Benedicto XVI.

Luego, el Papa saludó también a la embajadora estadounidense Mary Ann Glendon, y el ex portavoz vaticano Joaquín Navarro Valls.

¿De dónde vienen y a dónde van las parroquias?

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Reflexión del sacerdote y profesor de pastoral Jesús Sastre García MADRID, martes, 6 mayo 2008 (ZENIT.org).-

La parroquia no es un tema agotado y su vitalidad y renovación provocan ríos de tinta. Lo ha constatado un congreso del Instituto Superior de Pastoral de Madrid --recogido ahora en un libro-- que ha analizado qué es hoy la parroquia, cuál es su futuro y en que momento se remontan sus orígenes.

El tema fue tratado en la XVIII Semana de Teología y Pastoral del Instituto Superior de Pastoral de la Universidad Pontificia de Salamanca (www.upsa.es) en enero de 2007, cuyas aportaciones forman el volumen «A vueltas con la parroquia: balance y perspectivas», recién publicado este 2008 por Verbo Divino.

«Yo creo en la parroquia, la misión de la parroquia me parece insustituible y la parroquia del futuro necesariamente ha de hacer una renovación en profundidad», afirma como punto de partida Jesús Sastre García, profesor del Instituto Superior de Pastoral de la Universidad Pontificia de Salamanca. La parroquia nace en tiempos de evangelización y en contexto rural, en el siglo IV y surge como «para adaptar la acción pastoral de la primitiva comunidad urbana a las zonas rurales recién evangelizadas» informa este sacerdote, doctor en Teología, Filosofía y Ciencias Sociales, que fue el encargado de abrir estas reflexiones sobre la parroquia.«Desde sus comienzos se concibió como Iglesia local en una comunidad extra muros, a cargo de un presbítero», afirma este autor de numerosos libros sobre acompañamiento pastoral de los jóvenes. Los orígenes de la institución parroquial se remontan entonces al siglo IV, favorecidos por el Edicto de Milán, que al reconocer a los cristianos como ciudadanos del Imperio Romano favoreció que se pudieran mover libremente.El crecimiento de los cristianos en las ciudades obligó a dividirse en comunidades a cargo de un presbítero, casas que recibían el nombre de tituli, eran comunidades personales sin marcas territoriales.En el siglo V se hacen construcciones para las celebraciones. «Este proceso de nacimiento y expansión de la parroquia es concomitante con la crisis del catecumenado y la generalización progresiva del bautismo de infantes», revela este sacerdote.La reforma carolingia (siglos VIII-IX) fue un momento significativo en la evolución de la parroquia porque el emperador Carlomagno dividió el imperio en diócesis y parroquias, «buscando mejorar la vida espiritual y la unidad en torno a la dependencia jurídica del obispo frente a las injerencias de los señores feudales». Aquí se designa que los fieles pertenecen a la parroquia por circunscripción y no por libre elección.El Concilio de Trento también reformó la parroquia, llamada «la unidad pastoral más importante» y se dará mucha relevancia a la práctica sacramental.Ya en los siglos XVIII y XIX la parroquia vive la influencia de los cambios sociales. Se empieza a ver la importancia de los laicos en la acción pastoral y la necesaria independencia de la Iglesia respecto de los poderes públicos.Antes del Concilio Vaticano II hubo intentos de renovación parroquial, especialmente el llamado «movimiento litúrgico». Este ayudó a la parroquia a descubrir su origen «histérico y comunitario», a «valorar la Palabra de Dios» y a la «purificación de las devociones», agrega el autor.El movimiento misionero, nacido en Francia en los años 40, puso en crisis el modelo de parroquia aludiendo a la falta de misión de la institución. Empezó a nacer la «sociología de la misión» y una ponencia de Yves Congar titulada «Misión de la parroquia» cristalizó la necesidad de la parroquia abierta a la sociedad. Empezaron actividades parroquiales para acoger a jóvenes, marginados etc.En el Concilio Vaticano II se exhorta para que «florezca el sentido comunitario parroquial, sobre todo en la celebración común de la misa dominical» (SC 42).Se define entonces a la parroquia como «parte de la diócesis», como «comunidad de fieles que se reúne para la Eucaristía, da testimonio del Señor resucitado y evangeliza el entorno».«En la parroquia se dan los elementos fundamentales que constituyen la vida cristiana: Palabra de Dios, sacramentos, comunidad, ministerios y atención a los necesitados. Esto hace que la parroquia tenga vocación de globalidad», recuerda el profesor Sastre.El sacerdote constata después de su recorrido histórico cómo «en la práctica, la parroquia es la referencia más cercana y común para los creyentes».Para renovar la vida parroquial, el autor sugiere «no dar por supuesto que existe la parroquia», sino «crearla, con comunidades que cultivan la vida de fe, el compromiso social y la labor evangelizadora».La labor «iniciática» de la parroquia es fundamental: «iniciar, y reiniciar en la fe es la tarea más urgente e importante en la totalidad de nuestras parroquias», recuerda el profesor Sastre García.«La parroquia comunidad debe sentirse en estado de misión» y debe ayudar a «superar el divorcio entre la Iglesia y la sociedad», anima.«No podemos prescindir de la parroquia: la solución está en su renovación, para la cual se necesita una "pedagogía de cambio"», concluye.

Por Miriam Díez i Bosch