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7 de enero de 2014

LLAMADA A ASISTIR A LA EUCARISTÍA (Misa). Este es el último tiempo.

Llamada a los cristianos alejados de la Eucaristía


La
vida cristiana es una vida eclesial, que tiene su corazón en la eucaristía. No puede haber, pues, vida cristiana en un alejamiento habitual de la eucaristía, y por tanto, de la Iglesia. Por eso la Iglesia, que nunca da leyes que no sean estrictamente necesarias, dispone en su Código de vida comunitaria: «El domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de participar en la misa» (cn. 1247). Manda esto la Iglesia porque está convencida de que los fieles no pueden permanecer vivos en Cristo si se alejan de la eucaristía de modo habitual y voluntario. Desde el comienzo de la Iglesia los cristianos han sido siempre hombres que el domingo celebran la eucaristía. Y así seguirá siéndolo hasta el fin de los siglos. Recordemos aquí sólamente algunos testimonios documentales:

Siglo I.- Jesús murió en la cruz «para congregar en uno a todos los hijos de Dios, que están dispersos» (Jn 11,52). Por eso los que habían creído «perseveraban en oír la enseñanza de los apóstoles, en la unión, en la fracción del pan [la eucaristía] y en la oración» (Hch 2,42). «Reunidos cada día del Señor [el domingo], partid el pan y dad gracias [celebrad la eucaristía]» (Dídaque 14).

Siglo II. -«Celebramos esta reunión general [eucarística] el día del sol [el domingo], pues es el día primero, en el que Dios creó el mundo, y en que Jesucristo resucitó de entre los muertos» (San Justino, I Apología 67).

Siglo III.- «En tu enseñanza, invita y exhorta al pueblo a venir a la asamblea, a no abandonarla, sino a reunirse siempre en ella; abstenerse es disminuirla. Sois miembros de Cristo; no os disperséis, pues, lejos de la Iglesia, negándoos a reuniros. Cristo es vuestra cabeza, siempre presente, que os reune; no os descuidéis, ni hagáis al Salvador extraño a sus propios miembros. No dividáis su cuerpo, no os disperséis» (Didascalia II,59,1-3).

Es clara, pues, y constante desde el principio de la Iglesia, la convicción de que los cristianos, ante todo, hemos sido congregados como pueblo sacerdotal, para ofrecer a Dios la eucaristía, el sacrificio de la Nueva Alianza. En medio de una humanidad que da culto a la criatura y se olvida de su Creador, despreciándolo (+Rm 1,18-25), ésa es, como asegura San Pedro, nuestra identidad fundamental:

«vosotros, como piedras vivas, sois edificados en casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por Jesucristo». Así pues, «vosotros sois linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido para pregonar el poder del que os llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1Pe 2,5.9).

Sería vano excusarse de la asistencia a la eucaristía, alegando que, sin ella, puede vivirse la moral evangélica, que es lo más importante. Sí, hemos sido llamados los cristianos a una vida moral nueva, que sea en el mundo luz, sal y fermento. Es cierto. Pero recordemos sobre esto dos verdades fundamentales:

1º- La primera obligación moral del hombre es ésta: «al Señor tu Dios adorarás, y a Él solo darás culto» (Mt 4,10).

Lo más injusto, lo más horrible, desde el punto de vista moral -peor que la mentira, la calumnia o el robo, el homicidio o el adulterio-, es que los hombres se olviden de su Creador, «no le glorifiquen ni le den gracias», y vengan así, aunque sea sólamente en la práctica, a «adorar a la criatura en lugar del Creador, que es bendito por los siglos» (Rm 1,21.25). Y de esa miserable irreligiosidad, precisamente, es de donde vienen todos los demás pecados y males de la humanidad (1,24-32).

2º- La fe cristiana nos asegura que es la eucaristía la clave necesaria para toda transformación moral. Cree en lo que afirma Cristo: «Sin mí, no podéis hacer nada» (Jn 15,5). En la misa, no sólo el pan y el vino se convierten en el Cuerpo de Cristo, sino también la asamblea de los creyentes se va convirtiendo en Cuerpo místico de Cristo. Participando asiduamente en la eucaristía es precisamente como los discípulos de Jesús «nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente, a medida que obra en nosotros el Espíritu del Señor» (2Cor 3,18).

Por otra parte, recuerden también los cristianos alejados que es Cristo mismo quien nos convoca a la eucaristía con todo amor y con toda autoridad. Celebrarla a lo largo de los días y de los siglos es para nosotros un mandato del Señor, no un simple consejo:

«En verdad, en verdad os digo que, si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros... El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él» (Jn 6,53.56). Así pues, «tomad, comed mi cuerpo y bebed mi sangre. Haced esto en memoria mía» (Mt. 26,26-28; 1Cor 11,23-26).

Escuchemos, pues, la voz de Cristo y de la Iglesia, que desde el fondo de los siglos, hoy y siempre, nos está llamando a la participación asidua en la eucaristía. No despreciemos a Cristo, no menospreciemos la «doble mesa del Señor», en la que Él mismo nos alimenta primero con su Palabra, y en seguida con su propio Cuerpo.

Los alejados, al no asistir habitualmente a la eucaristía, se privan así del pan de la palabra divina y del pan del cuerpo de Cristo. «La palabra del Señor es para ellos algo sin valor: no sienten deseo alguno de ella» (Jer 6,10). Y el pan del cielo no les sabe a nada: «se nos quita el apetito de no ver más que maná» (Núm 11,6). Lo que ellos desean, según se ve, es la comida de Egipto: «carne y pescado, pepinos y melones, puerros, cebollas y ajos» (11,5).

Así las cosas, el Señor se queja con gran amargura, diciendo a sus hijos alejados: «Pasmáos, cielos, de esto, y horrorizáos sobremanera, palabra del Señor. Ya que es un doble crimen el que ha cometido mi pueblo: Dejarme a mí, fuente de aguas vivas, para excavarse cisternas agrietadas, incapaces de contener el agua» (Jer 2,12-13). «¡Ah! Mi pueblo está loco, me ha desconocido» (4,22).

Que en no pocas Iglesias locales descristianizadas un 50, un 80 % de los bautizados viva habitualmente alejado de la eucaristía es un espanto, es una inmensa ceguera, es algo que no es posible sin una inmensa y generalizada falsificación voluntarista del cristianismo. Por eso a todos los cristianos alejados les exhortamos, como el apóstol San Pablo, «con temor y temblor» (1Cor 2,3), y «con gran aflicción y angustia de corazón, con muchas lágrimas» (2Cor 2,4). «En el nombre de Cristo os suplicamos» (2Cor 5,20): «no os engañéis» (1Cor 6,9; 15,33; Gál 6,7), pensando que la eucaristía no os es necesaria, «no recibáis en vano la gracia de Dios» (2Cor 6,1). «Miremos los unos por los otros, no abandonando nuestra asamblea, como acostumbran algunos» (Heb 10,24-25).

Quiera Dios que esto sea una ayuda para los cristianos que «perseveran en oir la enseñanza de los apóstoles y en la fracción del pan», y un estímulo también para aquellos cristianos que viven, que malviven, alejados de la eucaristía, donde Cristo se manifiesta y se comunica a sus fieles.




Oremos
Oh Divino Jesús que dijiste: «Pedid y recibiréis; buscad y
encontraréis; llamad y se os abrirá; porque todo el que pide recibe, y el que busca encuentra, y a quien llama se le abre». Mírame postrado a tus
plantas suplicándote me concedas una audiencia. Tus palabras me
infunden confianza, sobre todo a hora que necesito que me hagas un favor...

¿A quién he de pedir, sino a Ti, cuyo Corazón es un manantial
inagotable de todas las gracias y dones? ¿Dónde he de buscar sino en el tesoro de tu corazón, que contiene todas las riquezas de la clemencia y generosidad divinas? ¿A dónde he de llamar sino a la puerta de ese Corazón Sagrado, a través del cual Dios viene a nosotros, y por medio del cual vamos a Dios?

A Ti acudimos, oh Corazón de Jesús, porque en Ti encontramos consuelo, cuando afligidos y perseguidos pedimos protección; cuando abrumados por el peso de nuestra cruz, buscamos ayuda; cuando la angustia, la enfermedad, la pobreza o el fracaso nos impulsan a buscar una fuerza superior a las fuerzas humanas.

Creo firmemente que puedes concederme la gracia que imploro, porque
tu Misericordia no tiene límites y confío en que tu Corazón compasivo encontrará en mis miserias, en mis tribulaciones y en mis angustias, un motivo más para oír mi petición.

Quiero que mi corazón esté lleno de la confianza con que oró el centurión romano en favor de su criado; de la confianza con que oraron las hermanas de Lázaro, los leprosos, los ciegos, los paralíticos que se acercaban a Ti porque sabían que tus oídos y tu Corazón estaban siempre abiertos para oír y remediar sus males.

Sin embargo... dejo en tus manos mi petición, sabiendo que Tú sabes
las cosas mejor que yo; y que, si no me concedes esta gracias que te pido, sí me darás en cambio otra que mucho necesita mi alma; y me concederás mirar las cosas, mi situación, mis problemas, mi vida entera, desde otro ángulo, con más espíritu de fe.

Cualquiera que sea tu decisión, nunca dejaré de amarte, adorarte y
servirte, oh buen Jesús.

Acepta este acto mío de perfecta adoración y sumisión a lo que
decrete tu Corazón misericordioso. Amén.

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