Autor: José Maria Iraburu |
La inhibición de la autoridad pastoral, ya lo hemos dicho, no procede necesariamente del miedo a la Cruz o de otras causas claramente culpables. Procede muchas veces de errores, como el semipelagianismo. Y también de una falsa concepción de la unidad de la Iglesia.
La proclamación fuerte de la verdad y la severa refutación del error y de los errantes -se estima-, podrían resquebrajar la unidad de la comunidad eclesial, podrían dar lugar en la Iglesia a guerras internas, tensiones y cismas. Es, pues, conveniente decir la verdad con suavidad, y sobre todo es preciso no condenar el error -y menos aún a los que yerran-, pues la verdad, ella sola, tiene poder para prevalecer pronto o tarde en el pueblo cristiano. Para eso está el Espíritu Santo. Hay que tener esperanza, mucha esperanza.
Esta actitud pastoral, hoy tan frecuente, tiene que ser falsa necesariamente, pues dista años-luz de la mantenida por Cristo, por los Apóstoles, y por todos los santos Pastores de la historia de la Iglesia.
«Yo he venido a echar fuego en la tierra, ¿y qué he de querer sino que se encienda?... ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? Os digo que no, sino la división» (Lc 12,49.51).
La unidad de la Iglesia es unidad en la verdad, unidad en una sola fe, en un mismo Espíritu. Otra unidad será puramente sociológica o solo aparente. Aunque si hemos de ser del todo sinceros, ni siquiera es aparente la unidad de la Iglesia allí donde se permite la disidencia doctrinal y la arbitrariedad contra la disciplina. Por el contrario, todo es pura división, lucha sorda continua, convivencia tensa, incapacidad de hablar y de trabajar juntos.
Por otra parte, siempre los defensores de la verdad contra el error han sido descalificados por los transigentes como perturbadores intransigentes de «la paz» de la Iglesia. La trampa es viejísima.
San Atanasio (+373), que es desterrado cinco veces de su sede episcopal de Alejandría, es considerado por aquellos obispos católicos, que eran cómplices activos o pasivos del arrianismo, como un fanático revolvedor de la Iglesia. La firmeza en la fe puede parecer a veces obstinación, orgullo, dureza, inflexibilidad, falta de solidaridad episcopal. Casi solo frente al terrible error cristológico, recibe Atanasio, no obstante, alguna ayuda. Una de las más preciosas es la de San Hilario (+367), «el Atanasio de Occidente», que movilizó a los Obispos galos contra el arrianismo. Refiere su biógrafo, Sulpicio Severo, que éste era llamado por los arrianos «perturbador de la paz en Occidente» (2,45,4).
Hoy también son muchos los Obispos permisivos con los disidentes -o promotores de ellos-, que así actúan por una falsa idea de la unidad y de la paz en la Iglesia de Cristo. Dejan así a las ovejas, que les han sido confiadas, a merced de los lobos que entre ellas se introducen.
El Cardenal Joseph Ratzinger, en una homilía pronunciada cuando era arzobispo de Munich y Freising, hacía notar que al Magisterio eclesiástico «se le confía la tarea de defender la fe de los sencillos contra el poder de los intelectuales» (31-XII-1979).
Cuando los doctores católicos son humildes, guardan ante la fe de la Iglesia una actitud discipular, e iluminan con sus enseñanzas al pueblo de Dios. Pero cuando son soberbios, y se atreven a juzgar la fe de la Iglesia, poniéndose sobre ella, causan entre los cristianos terribles daños -sobre todo cuando se hacen con el poder en las editoriales y en los medios de comunicación-. Destruyen espantosamente la unidad y la paz de la Iglesia. Amonestados una y otra vez, deben ser frenados y rechazados (Tit 3,10). Son «anticristos» (1Jn 2,18ss).
La proclamación fuerte de la verdad y la severa refutación del error y de los errantes -se estima-, podrían resquebrajar la unidad de la comunidad eclesial, podrían dar lugar en la Iglesia a guerras internas, tensiones y cismas. Es, pues, conveniente decir la verdad con suavidad, y sobre todo es preciso no condenar el error -y menos aún a los que yerran-, pues la verdad, ella sola, tiene poder para prevalecer pronto o tarde en el pueblo cristiano. Para eso está el Espíritu Santo. Hay que tener esperanza, mucha esperanza.
Esta actitud pastoral, hoy tan frecuente, tiene que ser falsa necesariamente, pues dista años-luz de la mantenida por Cristo, por los Apóstoles, y por todos los santos Pastores de la historia de la Iglesia.
«Yo he venido a echar fuego en la tierra, ¿y qué he de querer sino que se encienda?... ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? Os digo que no, sino la división» (Lc 12,49.51).
La unidad de la Iglesia es unidad en la verdad, unidad en una sola fe, en un mismo Espíritu. Otra unidad será puramente sociológica o solo aparente. Aunque si hemos de ser del todo sinceros, ni siquiera es aparente la unidad de la Iglesia allí donde se permite la disidencia doctrinal y la arbitrariedad contra la disciplina. Por el contrario, todo es pura división, lucha sorda continua, convivencia tensa, incapacidad de hablar y de trabajar juntos.
Por otra parte, siempre los defensores de la verdad contra el error han sido descalificados por los transigentes como perturbadores intransigentes de «la paz» de la Iglesia. La trampa es viejísima.
San Atanasio (+373), que es desterrado cinco veces de su sede episcopal de Alejandría, es considerado por aquellos obispos católicos, que eran cómplices activos o pasivos del arrianismo, como un fanático revolvedor de la Iglesia. La firmeza en la fe puede parecer a veces obstinación, orgullo, dureza, inflexibilidad, falta de solidaridad episcopal. Casi solo frente al terrible error cristológico, recibe Atanasio, no obstante, alguna ayuda. Una de las más preciosas es la de San Hilario (+367), «el Atanasio de Occidente», que movilizó a los Obispos galos contra el arrianismo. Refiere su biógrafo, Sulpicio Severo, que éste era llamado por los arrianos «perturbador de la paz en Occidente» (2,45,4).
Hoy también son muchos los Obispos permisivos con los disidentes -o promotores de ellos-, que así actúan por una falsa idea de la unidad y de la paz en la Iglesia de Cristo. Dejan así a las ovejas, que les han sido confiadas, a merced de los lobos que entre ellas se introducen.
El Cardenal Joseph Ratzinger, en una homilía pronunciada cuando era arzobispo de Munich y Freising, hacía notar que al Magisterio eclesiástico «se le confía la tarea de defender la fe de los sencillos contra el poder de los intelectuales» (31-XII-1979).
Cuando los doctores católicos son humildes, guardan ante la fe de la Iglesia una actitud discipular, e iluminan con sus enseñanzas al pueblo de Dios. Pero cuando son soberbios, y se atreven a juzgar la fe de la Iglesia, poniéndose sobre ella, causan entre los cristianos terribles daños -sobre todo cuando se hacen con el poder en las editoriales y en los medios de comunicación-. Destruyen espantosamente la unidad y la paz de la Iglesia. Amonestados una y otra vez, deben ser frenados y rechazados (Tit 3,10). Son «anticristos» (1Jn 2,18ss).
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